
La Chichí, una Señora del medio rural
- Categoría: Memorias Vivas
- Ubicación: Aguas Dulces
Memorias Vivas
La Chichí, una señora del medio rural
Por María José González
En los balnearios de Rocha, coexisten, compartiendo un mismo territorio los pueblos costeros con el medio rural -no sé si en otros departamentos será igual aunque supongo que sí-. Están como en dos mundos paralelos, con un diario vivir muy diferente, ¡tan opuestos el uno del otro!: este hecho siempre me generó una gran curiosidad. Hace muchísimos años que Teresa, una amiga, me ha venido contando anécdotas de una prima suya, y hace otros tantos que nos prometemos mutuamente ir una tarde de visita. ¡Por fin ese día llegó!!
La Chichí y su prima Teresa Alvarez
La protagonista de esta historia vive cerca de Aguas Dulces -a pocos kilómetros tomando la ruta 10-, es una mujer con la que hace mucho tiempo que quería compartir una charla, ya que las “mentas” de su guapeza circulan por toda la zona. Le dicen La Chichí, vive en su establecimiento desde que se casó, hace más de 60 años. Es viuda, tiene dos hijos, nietos, bisnietos y tataranietos en camino. Por suerte nos recibió, y especialmente yo, tuve el privilegio de escuchar la historia de vida de alguien que se crió, creció y vivió siempre en el medio rural.
Cuando llegamos, nos estaba esperando con mate y una torta recién horneada. Ansiosa, le pedí que me contara de su vida y me dijo: -¡Qué te voy a contar, nada! …Que me crié en casa de mi abuela, con mis primos, con mis tíos, que crió un familión… ¡Impresionante! Todos estaban en casa, y digo casa “mía”, porque nosotros perdimos la madre, yo con siete meses y mis hermanas (que eran mellizas), con dos años... Qué puedo decirte, que mi abuela tenía panadería, lechería, granja, que mandaba pan para el Polonio, que mandaba leche al Rincón... ¡Qué era una familia impresionante!
Comenzó con voz desanimada, como quien tiene poco para contar, pero una vez que arrancó las historias fueron tomando fuerza: -A nosotros nos criaron la abuela materna y la tía Zulima, apartados de todo, estábamos en un circuito que veíamos las casas de los vecinos de lejos, pero mi abuela (no sé si de celosa o por delicada), no quería que “hiciéramos juntas”. Conocíamos a mucha gente, mucha muchachada en la escuela, pero no nos dejaba salir a casa de nadie...
Ya que no las dejaban salir, ¿en qué se entretenían?, pregunté: -Íbamos a la escuela, estaban ustedes (le dice a Teresa), estaba Carlitos… Jugábamos, saltábamos, nos hacían estudiar, veníamos derecho a hacer los deberes. Si no, hacíamos los mandados: que “trae esto para acá”, que “lleva aquello para allá”... Cuando había crecientes (y se llenaban todos los campos de agua), salíamos en chalana, el agua llegaba hasta cerquita de las casas y nosotros no conocíamos nada, ¡no conocíamos el peligro! ¡No conocíamos nada más que el chiveo!
Por unos segundos quedó pensando, como tratando de rescatar de su mente algún recuerdo, y luego siguió contando: -Una noche como a la una de la mañana, nos dijo el tío Hipólito: “¡Muchachas, levántense que hay una creciente impresionante! ¡Vamos todos al bote a salvar las ovejas! Entonces, mientras las acarreaban nosotros estábamos en un “verdeon”1: las amontonábamos, algunas ya estaban por morir… ¡Éramos una gurisada bárbara! ¡…Y qué cosa, cómo nos gustaba aquello! Horas y horas, y nosotros empapados, pero era una alegría espantosa… Lo que es ser gurises y no conocer el peligro.
Sus primeros años me despertaban un inmenso interés, quería saber más y la invité a recordar: ¿A qué escuela ibas?, ¿te acuerdas de la maestra? -La maestra siempre fue Camila, quien después se casó con Luis Olivera. La escuela quedaba cerquita, era en lo de Genoveva, pero ella y la madre, doña Amalia, se quedaban en casa de Mamma. Comían y dormían en casa. Eso fue al principio, después lograron que Genoveva les alquilara la casa y ahí se les mandaba la vianda. De la escuela no me acuerdo bien, pero me parece que era una casa larga, de ladrillo y techo de paja, me parece que era así–. Me miró y apuntándome con el dedo, me dijo: -Estamos hablando de la Escuela del Fondo de Valizas, cruzando el arroyo, “para allá”, contra el arroyo, que ahora ya no existe... ¡Era la escuela Nº 69 del Fondo de Valizas!
Siguió La Chichí recordando emocionada una infancia feliz: -Siempre éramos muchos, no solo la familia, sino que también los empleados, y los “agregados”... Teníamos una granja, se plantaba de todo, ¡aquello era imponente! Allá se cosechaba de a bolsas: habas, porotos, lentejas, bolsas de muelas (granos de la familia de los porotos). Bueno, se cosechaba, se comía fresco “empila” y después se guardaba seco... La tía Zulima cocinaba las ollas de habas para hacer harina, y después hacia buñuelitos, ¡no quieras saber qué ricos eran!
Bote de Abuelito en el arroyo Valizas
Quise continuar sabiendo de su apasionante vida. ¿Alguna vez vio encallar algún barco?, le pregunté. Entonces ella levantó los hombros, como en un gesto de restar importancia a la pregunta e inmediatamente dijo: -¡A cada rato encallaban barcos! El Juan Traverso, el Santa Elena, el San Salvador; pero creo que fue en el Santa Elena en el que supe sacar tablas -risas-. Íbamos con mi marido de madrugada, yo me vestía de hombre: me ponía bombachas de campo, botas, me levantaba el pelo, me ponía sombrero, toda de negro. No nos hablábamos ni una palabra para que no me conocieran. Él hacía los atados de tablas y yo los traía por los campos hasta acá, a caballo. No nos hablábamos ni nos mirábamos. Estaba toda la costa llena de hombres a caballo. Hacíamos las “cinchas” y yo las traía... ¡Qué cosa que sacamos tablas! Caigo aquí y me levanto allí, y cuando reflotaron el Santa Elena, mi marido se fue en el barco hasta Montevideo.
Quise profundizar más y pregunté por qué había pasado eso, a lo que La Chichí respondió: –¡Porque le encantaban esas cosas! Mientras estuvieron encallados los surtimos con todito: cosas de la quinta, carne, leche, huevos, de todo... Acá pasó todo por mis manos, empezando por la casa que la limpiaba de noche. Me levantaba de madrugada, lavaba, sacaba leche, dejaba todo pronto, y si no, a veces hacía un asado, ponía todo, sal, carne, papas, tabla, agua, yerba, ¿viste? Así era todo... Al mediodía cocinaba en el campo, debajo de la zorra, llevaba un “estrebe” -soporte de tres patas para apoyar la olla o la caldera sobre el fuego-, y una olla de hierro. A la tarde cuando volvíamos del campo llegaba derecho a echar las vacas, sacar leche, carnear; también hacía queso para vender, alambraba… Una vez encalló un barco y vino un amigo a preguntarme si tenía carne porque la tripulación quería comprar alimentos, “¡sí, tengo!”, le dije, “sí, tenía miel, si tengo; sí, tenía huevos, ¡sí tengo!”. ¡Todito marchó! –Risas-.
Esta mujer que supo hacerle frente a la vida y que me contaba con total sencillez lo que trabajó -trabajo que no se nos pasa ni remotamente por la cabeza a ninguna “mujer urbana”-, se llenó de ternura cuando comenzó a recordar a su abuelo: -Abuelito iba en bote a vela hasta las islas y a la Guardia del Monte, por el Arroyo Valizas... Yo era chiquita y siempre iba con él, hasta un mes nos quedábamos. El dueño de la Guardia del Monte era muy amigo de Abuelito y lo mandaba a invitar para que fuera a jugar a las barajas, jugaban todas las noches. El día que volvíamos, siempre, Abuelito me llevaba en chalana por los pajonales a buscar huevos de gaviota, de masarico, ¡medio bote de huevos traíamos p’acá!-. ¿Para vender?, la consulté queriéndome adelantar en el cuento: -¡No, qué va a vender! Éramos una gurisada imponente, hervían las ollas de huevos y aquello era una pasada… Con los huevos de avestruz, tía Zulima hacía ensaladas, tortillas, tortillas dulces, con dulce de membrillo o dulce de leche, ¡quedaban de lo más lindo y no daba para nada!
Las historias de la familia de pronto se mezclaron con la naturaleza, cuando le pregunté si se bañaban en el arroyo, fue tajante: -¡Nunca en la vida, nunca! Pero cuando había creciente nos dejaban andar en el bote a “botavara”, por el campo inundado. Me acuerdo una vez que yo me puse a llorar porque no tenía vara (todos los demás tenían) y mis primos me dijeron: “Agarra el bastón de tío Hipólito”, y yo lo agarré. Era el de ir a visitar a la novia, ¡con mango de guampa! Lo dejé clavado en el bañado, olvidado... Lo buscó, y luego todos le dijeron: “¡Fue La Chichí, La Chichí!”. Me sacó corriendo y casi se me sale el corazón por la boca, me metí dentro de las piernas de Abuelito. Él se puso de pie, y le dijo: “¡Respete! ¡¡Respete!!”, y eso bastó. ¡Pero qué paliza me da si me agarra!, ¡y con el mango de guampa que era un lujo imponente!
Filomena Calimares, la Mamma, con una de sus nietas, Teresa Alvarez
Entre tantos cálidos recuerdos no tardó mucho en reaparecer la figura de la tan admirada Mamma: -Yo no conocí mujer más guapa que la Mamma. Se levantaba a las cuatro de la mañana, tomaba unos mates y se ponía a ordeñar. Mantuvo a todo el mundo y jamás conoció la casa de un vecino, pero a ella la conocían todos... Ella había nacido en Italia, y se vino con sus padres: Celia Crocce (griega) y Carlos Calimares (italiano).
Estaba tan compenetrada en la historia que sus palabras me parecían casi una revelación, ¿y cómo llegaron a Valizas?, la consulté tratando de atar cabos: -Sé que de Italia se vinieron en barco, pero no sé cómo llegaron a Valizas. Vinieron con dos hijos, y luego tuvieron otros dos acá... Mamma aprendió el español, y de a poco se fue olvidando del italiano; siempre andaba de moño, delantal, pollera negra bien larga y alpargatas sin calzar. Si se que de Italia se trajo la maquina de cocer, una Singer a bote... Fue en una guerra, ¡con una pobreza horrible! La única salida de nosotros era al Polonio, por que ahí estaba la tía Hortensia, y demás solo a la escuela y el chiveo. Abuelito sí era de acá, uruguayo legítimo, era Cosme Álvarez Barreto...
Me sentía atrapada por las historias de La Chichí, quise seguir descubriendo a su familia. Entonces pregunté por su padre: -Nosotras lo veíamos muy poco. Él andaba por todos lados, en política (era colorado de Nardone). Trabajó en la empresa SOIP, de milico, y por último contrabando... Iba a cantar a Santa Victoria –risas-. Nosotros creíamos que era mentira, pero una vez lo escuchamos en la radio: ¡Sí, señora, era verdad! Cuando volvía, traía alcohol, hacía caña con esencias y las vendía; traía telas también, tabaco, vendía todito y se volvía a ir. Se agarró a una brasilera y se quedó con ella hasta que falleció.
Sus recuerdos claros viajaron para situarse varios años atrás: -También pasaban por campaña los carretones de los turcos vendiendo de todo: telas, perfumes, zapatillas rancheras, zapatillas de abrigo, ponchos. En esa época no estaba la ruta 10, se iba a Castillos en sulky. Yo iba con Manuela, mi tía, y una vez que fuimos se “daba vuelta” el Paso de los Adobes, y doña Petrona, que tenía el rancho ahí al lado, nos dijo: “¡No pasen, no vayan a tirarse porque se ahogan! Espérense un poquito que después del mediodía ya va a empezar a bajar”, y chíquiti chíquiti, le torció el pescuezo a una gallina. Hizo un guiso y no nos dejo pasar. Petrona era una india de pómulos salientes y pelo bien negro.
El coraje de esta vecina no fue lo único que le quedó grabado de aquel día: -A la tarde pasamos con el agua por arriba del pescante, Manuela se tiro con un coraje negrero, ¡y yo, así, prendida del sulky! Llegamos al pueblo con los zapatos todos mojados, nos llevaba toda una mañana llegar a Castillos pero nos quedábamos dos o tres días. Yo era gurisa chica...
Sus cuentos de infancia, de viajes interrumpidos por cauces crecidos y zapatos mojados, me llevaron a volver a pensar en su infancia entre el arroyo y el mar. En verano, ¿los llevaban a bañarse a la playa, al océano?: -¡Nunca! No había gente, nadie se molestaba… Pero sí dicen que doña Carmen, cuando iban a Aguas Dulces, un mes antes comenzaba a prepararle los trajes a los gurises: ¡todo el mundo de zapatos, bien vestidos! ¡…Qué cosa grande, bien vestidos todos y la playa! Ahora está todo tan cambiado, pasa cada cosa...
Pero le repliqué que de antes también hay cuentos de asesinatos famosos…: -Sí, pero ahora estamos en una época más civilizada, antes eran verdugos. Hoy en día, que sucedan estas cosas asombran, antes no. Se disgustaban por algo y se mataban. Ahora no puedo criar ni gallinas, los bichos te comen todo o te las roban, y yo ya estoy vieja. Antes hasta de la cola agarraba a las comadrejas y las daba contra la columna de la parra ¡y las mataba! ¡Pero sabes la rabia que te da que esos bichos inmundos te vengan a comer todas las gallinas, lo que tanto trabajo te da! Yo me enroscaba un trapo en el brazo, las agarraba y las daba contra la parra, después las reventaba.... ¡Era ágil que daba miedo! ...no como ahora que estoy desecha, tengo dos caderas postizas, estoy operada del vientre y nanas por todos lados...
Yo estaba tan impresionada, tan deslumbrada de lo que me contaba aquella mujer menudita que mentalmente rogaba que nada la distrajera, ¡que no fuera a aburrirse de recordar tantas vivencias!, y continuó: -Antes me levantaba y salía a cualquier hora, ahora no te puedes asomar. Una vez, tenía una chancha con lechones, ahí en esas tacuaras y de repente sentí “gritar” a los lechones, eran como las tres de la mañana… De pronto, los escuche “gritar” más lejos, y entonces salí corriendo: ¡Sabandija, ladrón, déjame esos lechones!, pero “no le aflojaba manija”. Entonces apareció Braulia (mi cuñada) que me había sentido, llegó con una escopeta de dos tiros (que era del finao teniente cuando estuvo la guerra), disparó, ¡y aquello sonó como una bomba! ¡Capaz de desgreñarlo si lo agarro! Cuando el ladrón sintió los tiros, soltó los lechones y disparó...
La Chichí no dudó tampoco en recordar tiempos muy duros en el que tuvo que dejar “el resto” -En un año de crisis imponente, en el que las vacas se morían amontonadas, cuerié a más de cien en un verano... De noche les daba la cena a todos, fregaba y después me iba al granero a moler maíz bien chiquito y lo dejaba cocinando toda la noche en la estufa a leña, tipo mazamorra y al otro día se lo daba a los terneros, para ver si los salvaba... ¡Cada ternero precioso! ¡Había venido una epidemia imponente! Y entonces, ¿qué hacía? Había comprado sal y sacaba los cueros, los ponía en el pasto, los salaba, los enroscaba y los llevaba a la Casa Rubio, que ya no querían tantos cueros, entonces yo les decía: “¡No, no! No me los paguen, a cambio de ellos denme jabón, aceite y otras cosas”. ¡Qué trabajo, qué trabajo!
No obstante, como en toda vida también hay al menos un respiro para el disfrute y muy merecido en su caso, le pregunté acerca de los bailes de antaño: -Eran en el Club de Pesca, pero eran muy pocos los ranchos. Estaba Doña Lorenza, el club (pero no como está ahora, era un ranchito), la familia de Aladino Veiga, don Domingo Larroza, Eva, Idolia, Victoriana, la Anita, la Brenda, dos o tres ranchos más... Antes se usaba guitarra, acordeón, vitrola y ortofónica... ¡Qué lindo que era! Yo bailé una vez con tío Melitón, con trece años, en un baile a beneficio de la escuela que se hacían en casa de Mamma. Iba gente empila, estaba María (la Canaria), con el acordeón y yo sentía la música y me pelaba por bailar, ¡me encantaba! Entonces vino tío Melitón y me dice: “¿Te animas a bailar el siote?”, y yo le respondí: “¡Bueno!”. Éramos los únicos en la pista. ¡El siote de punta y taco! “¡Qué rápido aprendió la gurisa!”, decía –risas-.
Sin embargo, por alguna razón, entre los acordes y compases del cuento, no se podía desprender del recuerdo de “María, la canaria”... ¡María sabía che, eh! Tocaba tangos, rancheras, milongas, vals, siote, ¡de todo! Ella era una vecina que tenía almacén y no sabía leer ni escribir. Igual anotaba todo, daba créditos, y eran todos ceros, más chicos, más grandes, un cero “más así”, después ella sacaba cuenta de los ceros y sabía lo que le debían... Todo con ceros, no sabía poner ni el nombre de ella... ¡Nada! ¡Qué inteligente! Esa noche estaban las de Tarulo, estaba Candelaria, estaba Miguel, Blanquita... ¡Qué cosa bárbara che! ¡Qué cosa linda la vida de antes, tan linda!
¿Era lindo Valizas?, le pregunté ya casi para cerrar la charla, y felizmente de la boca de La Chichí surgió una imprevista y muy enriquecedora respuesta: -Mira, ¡yo te voy a explicar una cosa!: le dicen “Valizas” al otro lado del arroyo, que es la octava sección, ésta es la cuarta. La barra es la cuarta sección, y le dicen Valizas: ¡Porque le pusieron! Como le decían “Pato” a mi marido, ¡pero no es así! Del arroyo para allá es el rincón de Valizas (octava sección), del arroyo para acá, es el Rincón de los Olivera (cuarta sección), yo nací en la octava sesión, en el Polonio y me presentaron en 19 de abril. ¿Entiendes? Acá vivían los Veiga, una cantidad. Alvarez, Calimares, una cantidad. Molina, asombroso, Olivera...
Esta aclaración sirve para quienes no conocemos con cabalidad las minucias del mundo rural. Lo que todos hoy por hoy llamamos Valizas -refiriéndonos al balneario-, para los oriundos de esa zona es La Barra. Cuando se mira el mapa, Valizas es la zona desde el arroyo hacia la izquierda, abarcando los arenales, el Buena Vista, Polonio, hasta la zona de Punta Rubia. Así es como aparece en los mapas viejos. Del arroyo para la derecha, zona que abarca el Balneario “Valizas” -La Barra como se decía antes- y Aguas Dulces hasta cerca de los Moros, es el Rincón de los Olivera.
Como haciendo un cierre a tanto recuerdo, se levantó de la silla -apoyándose con las dos manos en la mesa-, nos invitó a salir a ver las rosas, los jazmines, el patio, la quinta, las tacuaras, el monte indígena, donde fue la cocina de doña Lorenza. Era una tarde de sol espectacular sobre aquella casa del novecientos. En un ambiente tan agradable y romántico, me tenté a preguntarle cómo era conseguir novio en los viejos tiempos: -¡Y yo que sé como era! Antes los amores eran difíciles, sin embargo se conseguían... Como mi marido me consiguió a mí, que me vino a buscar. Él iba a pasear a casa porque era amigo de mis primos, y empezó a hablar y hablar y tá... ¡Ahí quedamos! ¡No lo acepté enseguida!, yo era muy gurisa. Después le conté a tía Zulima y me dijo: “Qué bueno, si te gusta... Pero que es mayor que tú…”, que esto y que lo otro, y tá, nos casamos... Me casé muy jovencita, en aquellos tiempos no había nada y me dediqué a ayudar a mi marido, quien fue mi primer novio. Me casé a los diecisiete y estuvimos juntos sesenta y siete años y… ¡Aquí estoy!
1 Verdeon- espacio de campo que no quedaba inundado por el agua. Por lo general, las partes altas.
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